martes, 14 de octubre de 2014

Los brazos vacíos o los límites del cielo.

Este testimonio está escrito para Vínculo Apoyo Posparto. Pero esta página, tal como fue concebida, va a desaparecer próximamente, así que como no quiero perder este homenaje a mi bebé estrella, me lo traigo para aquí.

“Tenía tanto que darte, tantas cosas que contarte,
tenía tanto amor, guardado para ti.
Tenía tanto que a veces maldigo mi suerte;
a veces la maldigo por no seguir contigo.”
Mai Meneses
Tenía una enfermedad incompatible con la vida. Así que, simplemente, no fue. No estuvo. No llegó. Mi embarazo duró 22 semanas. Un aborto “voluntario” se lo llevó de mi lado. Un aborto brutal por lo precipitado, poco informado, poco respetado, mal atendido y mal digerido. Aunque me pregunto si es posible digerir bien algo así.
Después de estar ingresada una semana en lugar de los dos días que me habían pronosticado, volví a mi casa, a mi rutina, a mi vida con mi familia. No trabajaba entonces, pero tampoco me tomé unos días de descanso para mí, para lo que quedaba de mi familia, para reconstruir el espacio vacío que eran mi vientre, mis brazos, mi hueco en el pensamiento y en el corazón.
Así que seguí adelante con todo. Recogí los pedazos de mí que quedaban y los cosí como si nada hubiese pasado. Me maquillé y miré al frente. Quité la ropa de embarazada del armario, guardé en una caja el único pelele que tenía y los dos pares de patucos. El diario que había empezado y todas las ecografías y pruebas que tenía hasta ese momento. Y la guardé en un lugar del armario donde no era fácil llegar. Me peiné y salí al mundo. Guardé mi pena para mí. Sólo para mí. Ni siquiera la compartí con mi familia, con mi pareja… mi hija de 3 años sentía y sentía que mamá estaba lejos, y se negaba a dejarme a solas. Pero yo seguí sin compartir nada con nadie más que conmigo misma.
Poco a poco, pero muy poco a poco, fui encontrando algunas palabras. Algunas personas con las que compartir. Algunos momentos para derrumbarme. Pero sé que aún queda mucho camino por recorrer. Queda mucho que contar, mucho que abrir y sangrar y llorar y tal vez no se termine nunca, porque aunque a veces parece que el dolor es menos, parece como que no se nota, o que me acuerdo menos… no es verdad. En realidad es que la vida crece alrededor del dolor y de su recuerdo… es como la sal en el agua… a mayor cantidad de agua, más disuelta, pero la cantidad de sal siempre es la misma. Y yo creo que es así… que simplemente hay más cosas que hacer, que pensar, que vivir… pero no por eso la sensación es menor. Por eso cuando le recuerdo lloro hoy con la misma intensidad que entonces, cuando pienso en que hoy tendría casi 4 años me abruma la certeza de que nunca le voy a ver, nunca le voy a tocar, nunca le voy a conocer. Soy la mamá de un niño que nunca será, del que no sé nada más que su nombre y del que no tengo nada más que el recuerdo de la sensación de sus pies contra mi vientre. Y aceptarlo no implica que deje de doler.
Tengo los brazos vacíos desde entonces… por muchos bebés que abrace, por muchos hijos que tenga, siempre habrá un espacio que no se llenará. Y he descubierto que la astronomía está equivocada. El cielo tiene límites. En algún lugar del universo hay un bebé al que yo no alcanzo a tocar.

Movimientos sísmicos

Este testimonio está escrito para Vínculo Apoyo Posparto. Pero esta página, tal como fue concebida, va a desaparecer próximamente, así que como no quiero perder este homenaje a mi pequeño gran maestro, me lo traigo para aquí.


Casi dos años antes habíamos perdido un embarazo en estado avanzado. Cuando él llegó, cuando nos enteramos de que estaba embarazada otra vez, lo único que buscaba era confiar en que todo saldría bien. No quise realizar amniocentesis ni biopsia de corion. Cambié de ginecólogo porque el que tenía no confiaba en mi bebé. Y yo quería creer. Quería confiar. Sobre todas las cosas quería volver a sentirme invencible, como en el embarazo de mi primera hija… pero si algo me dejó perder un bebé es la sensación de vulnerabilidad… de que no sólo en la vida pasaban cosas… sino que, a veces, alguna, podía tocarme a mí también.
Así que enfoqué este embarazo como un reto para volver a sentirme bien. Pero siempre había algo que no me dejaba. Encontrar un lugar para parir en condiciones… decidir que no pariría en casa aunque no a todo el mundo le parecía bien… una pérdida de líquido fantasma en la semana 23… que si está bien colocado… que no me aceptan en el hospital que yo quiero… que sí… Hasta un mes antes de dar a luz no sabía dónde ni con quién pariría… Al final conseguí, por insistente, que me dejaran hacerlo donde quería. Un pequeño hospital comarcal con un protocolo de partos impecable.
Y llegó el día. El parto fue maravilloso. Corto e intensísimo. Apenas 3 horas desde la primera contracción hasta que le tenía en mis brazos. Cuarenta minutos desde que entré al hospital hasta que le abracé. No hubo intervenciones… ni innecesarias ni necesarias. Nació decidido, con fuerza.
Pero también nació enfadado. Nació con el ceño fruncido y llorando a todo pulmón. Empezó a mamar 5 minutos después y a las dos horas yo tenía los pezones ensangrentados. A partir de ahí empezamos un proceso bastante complejo con la lactancia… perdió algo de peso los primeros días y en el hospital en el que estábamos el equipo de pediatría no nos dio tregua… en lugar de apoyarnos y darnos tiempo y tranquilidad, nos atosigaron con relojes, pesos, sacaleches, biberones y amenazas.
Salimos de allí a los 3 días con el peso estabilizado, pero con los pezones destrozados y la confianza en mí misma y en mi capacidad para alimentar a mi bebé aniquilada. Y otra cosa más. Hasta que le tuve conmigo, hasta varios días después de verle, de tenerle y abrazarle, no fui consciente del miedo que había pasado durante el embarazo. Del pánico mudo que me había atenazado y que en realidad era lo que me había impedido, por mucho que yo quisiera, creer de verdad en él, en nosotros, en que todo iría bien. Nació enfadado y yo estaba triste.
Me pasé las primeras semanas llorando a su hermano que no había llegado a venir. Y él seguía enfadado. Y yo, triste, asustada y desconectada. Sólo la teta nos permitía seguir pegados día y noche. Esa teta que él no soltaba a sol ni a sombra. Ni de mañana ni de tarde. Mamaba todo el día. Mamaba un minuto y descansaba dos. Mamaba tres minutos y descansaba uno. De noche dormía media hora, en mis brazos, sobre mi pecho, y mamaba 5 horas seguidas. Así durante semanas que me parecieron interminables. Durante semanas en que  no me moví del sofá del salón. En el que toda mi vida se detuvo (esta vez sí) porque él estaba enfadado. Porque él reclamaba un sitio que yo no le estaba ofreciendo. Porque él quería que su mamá le mirase y yo sólo pensaba en que ahora tendríamos que ser uno más y no lo éramos. Bendita lactancia dolorosa, benditos pezones ensangrentados, bendita “alta demanda” que permitió que un día, no sé bien cómo aún, un terremoto me sacudiese de arriba abajo y me permitiese por fin mirar a ese bebé, relajarme, confiar en mí y, sobre todo, confiar en él…

miércoles, 8 de octubre de 2014

Incoherencia

Este texto fue escrito para Tierra Roja



Siempre he tenido miedo a ser incoherente. A quedar mal. A decir una cosa y hacer otra. A decir una cosa hoy y otra diferente mañana. A que me gustara una cosa un día y la contraria al día siguiente. 

Y de repente me he dado cuenta de que me estaba convirtiendo en una persona rígida, conmigo y con los demás. Que el miedo a no ser coherente con lo dicho o expuesto me estaba cortando las alas, las manos y la lengua. Que a veces he seguido defendiendo cosas que ya no me definían, o haciendo cosas que ya no quería hacer por el simple hecho de no desdecirme. Muy coherente todo, sí. (!!!)

Así que he decidido que la coherencia es maravillosa. Pero sólo aquélla que tenga que ver con lo que siento en cada momento y lugar. Que no tiene que ser lo mismo que sentía ayer ni lo que voy a sentir cuando no esté ya aquí. Que soltarse la melena, los dedos y la bocaza no está mal. Que pensar diferente a mí misma cuando era otra no puede ser malo. Y pensar diferente a otros y otras mucho menos. 

Seguiré  huyendo de la incoherencia. Pero sólo buscaré coherencia entre lo que hago, digo, pienso y siento hoy, en este mismo instante. Y ya sólo tendré miedo a convertirme en piedra.

lunes, 4 de agosto de 2014

¿Qué es acompañar?

Voy a volver a sacar el tema, ahora que parece que todo el mundo se pelea por ver quién tiene más derecho a utilizar la palabra “acompañar”, y es que de verdad que creo que no se entiende.

Acompañar a alguien no es hacer lo que uno hace y además estar pendiente de otro. Eso es hacer tu trabajo bien, pensando en los demás.

Acompañar tampoco es estar al lado de la otra persona mirando si se encuentra bien y ayudándole a sentirse mejor. Eso es hacer compañía y mitigar la soledad.

Tampoco se trata de encontrar el mejor camino para ir juntos a ninguna parte. Eso es ser una guía.

Ni aconsejar u orientar sobre las mejores opciones para su caso concreto o para todos los casos en general. Eso es ser un consejero, un orientador, un asesor… alguien que sabe más que el otro y le ayuda.

Por supuesto, acompañar no es educar a otra persona, ni cribar la información que creemos que le puede servir, ni explicarle qué es lo mejor o lo peor que puede pasarle según sus decisiones. Eso es ser un educador o un profesor.

Tampoco, válgame el cielo, es controlar si un proceso se está desarrollando adecuadamente, independientemente de que al final sea necesaria o no una intervención. Eso es mirar atentamente, verificar y cuestionarse en todo momento si lo que está ocurriendo es lo óptimo.

Todas estas cuestiones que he mencionado son importantísimas, y necesarias. Son las que los profesionales de la sanidad no pueden obviar bajo ningún concepto. Son las que definen y hacen a un buen profesional. El que está pendiente del otro, el que hace compañía, guía, orienta, ayuda, asesora, educa, controla que todo suceda de la mejor manera posible.


Pero volvamos al principio… ¿por qué todo esto no es acompañar? Porque acompañar es no hacer nada. No tomar decisiones. No decir si está bien o mal el camino decidido por nadie. No advertirle a una mujer que tal o cual proceso o intervención puede tener ciertas consecuencias. No dar por sentado que una mujer no tiene información ante determinadas decisiones. Acompañar es ir a donde el otro va sin cuestionar, controlar, observar, guiar, orientar ni educar. Acompañar es ir con el otro independientemente de si hace el camino más largo, o lo repite tres veces… o incluso si, desde nuestra óptica, es equivocado. Acompañar es estar sin más. Sin ningún tipo de objetivo. Repito: sin ningún tipo de objetivo. En el momento en que mi objetivo es que un parto sea más corto, más largo, más intenso, más suave, más mamífero, menos intervenido, mejor vivido, mejor vivenciado… que la mujer se empodere, se conciencie, viva su maternidad de esta u otra manera… en el mismo momento en que vigilo que todo vaya bien, que la madre, el bebé, el padre y el entorno se encuentren perfectamente… en ese mismo momento, dejo de acompañar. Y eso, en sí, no es malo. No es mejor ni peor. Es otra cosa. Por eso muchas mujeres, además, ADEMÁS, de un sanitario, quieren alguien que las acompañe, y sólo las acompañe durante su maternidad. Y sí, lo puede hacer cualquiera, sea sanitario o no, siempre que ese alguien comprenda en profundidad qué es lo que tiene entre manos, y que entienda la delgada línea que separa el acompañamiento de cualquier otro proceso… 

lunes, 21 de julio de 2014

No sé quién soy.

Así estoy. Sin saber quién soy. Miro a mi alrededor y ya no me encuentro. Se me caen las etiquetas que un día me dieron nombre. Se me caen los trajes que un día me dieron forma.

Yo sé lo que hago. Yo acompaño. Acompaño mujeres. Acompaño madres. Acompaño familias. Acompaño a mujeres en sus procesos formativos (eso de ser maestra de unas alumnas no me gusta nada de nada). Acompaño a mi familia, a mis hijos e hija, en su crecimiento. Acompaño a mi pareja. Me acompaño a mí. Cada vez más, en la vida, encuentro que lo único que me da sentido es acompañar.

Y qué es acompañar? Acompañar es estar al lado de otra persona y dejarle ser. Acompañar es apartarse del camino de esa otra persona para dejarle ser. Acompañar es ir a donde esa persona va, aunque no nos guste ni el trayecto ni el lugar al que nos dirigimos. Acompañar es aceptar que la otra persona hace elecciones y toma decisiones que yo no tomaría. Acompañar es ver con los ojos asombrados cómo otras mujeres, familias, hijos nuestros o ajenos, hacen su vida y se equivocan o no, pero andan, sin que nadie les diga por dónde. Acompañar es confiar. Es abrir puertas. Es dar libertad. Es dejar crecer. Es respetar. Sin hacer nada. Ni ayudar. Ni tirar. Ni orientar. Ni convencer. Ni juzgar. Ni tener miedo. Ni mirar para otro lado. Ni pensar una cosa y callársela. Ni pensar que el otro ya llegará a donde estoy yo. Ni mirar condescendiente. No no no.

A esto me refiero cuando hablo de acompañar. Y sé que con mayor o menor acierto es lo que hago y me gusta hacer. No soy perfecta. No siempre sé mirar desde la barrera cómo alguien se tropieza. No siempre me acuerdo de morderme la lengua cuando veo que uno de mis hijos se va a dar un tortazo. Pero lo intento. A eso me dedico. A intentar ser cada día mejor acompañante. De todas y cada una de las personas con las que me cruzo en la vida. Respetar sus caminos. Mirarlos y aprender de ellos (de los caminos) y de ellas (de las personas).

Durante mucho tiempo pensé que eso lo podía hacer desde mi etiqueta de doula. Hoy, perdida, siento que ya no. Siento que no quiero pelear. Que yo no me identifico con la mayoría de las doulas de este país. Con otras sí, pero somos taaan pocas. Que ser doula me lleva a una guerra constante, y nada más alejado de lo que creo que debería hacer una doula, y de lo que quiero hacer yo. Yo no quiero estar defendiéndome de los ataques de otro colectivo, ni estar poniendo diques a mi propio colectivo porque no me siento a gusto con él. En medio de todo esto, pierdo el norte, el sur… lo pierdo todo. Me pierdo a mí misma e intento volver a encontrarme.


Yo sé lo que quiero hacer. Sé con quién lo quiero hacer. Sé que no lo quiero hacer contra nadie. Lo que no sé es si eso tiene nombre. Así que quedo en el verbo: acompañar. 


martes, 25 de febrero de 2014

Raíces.

Este año parece ser mi particular año de cambios. Cerrar y cerrar puertas. Abrir y abrir ventanas. Salir de espacios conocidos, de lugares en los que llevaba tiempo acomodada y calentita, para aventurarme y embarcarme en nuevos proyectos, nuevas aventuras… más allá de lo que hasta ahora era mi casa y mi terreno propio.

Este año parece que todos los lugares de los que me he sentido parte de repente se me han hecho extraños, y mi energía ha ido volcándose en otras direcciones.

E irremediablemente, nuevas travesías implican nuevos rumbos, nuevas brújulas y nuevas compañías. Y este año a mí me ha llevado a dar la mano a dos mujeres increíbles, con un sueño maravilloso entre las manos, y con quienes espero poder viajar mucho, mucho tiempo.

Este año, hundo mis raíces en Tierra Roja, donde acompañaré a Laura Rodríguez Sayd y a Teresa Muñoz Guerra en varias e interesantes propuestas que espero os sean tan, tan apetecibles como a mí me está siendo empezar a andar de su mano.