Ando yo estos días con ganas de desnudarme. Con ganas de
mostrar las cosas buenas que me trae la vida, pero también de ventilar heridas,
miserias y cicatrices. Y es que no soy perfecta. No lo soy aunque quiera. No lo
soy aunque duela. Y duele. Anda que no duele.
Ando yo estos días buscándome. Dando vueltas como un perro
antes de tumbarse, olisqueándome y buscándome el rabo. Y sin encontrarme… ni a
mí ni al rabo. Y sé que estoy, en alguna parte debo estar, pero no doy conmigo.
Ando yo estos días cavilando sobre la maternidad. Pero esta
vez no la de las mayúsculas, sino la pequeñita, la de cada día, la mía y nada
más que la mía. Me veo en mis cachorros, me muestran como un espejo y a veces
me gusto pero otras no me gusta lo que veo, por eso me busco, por eso intento
saber dónde me he dejado, dónde me he quedado.
Criar a tres no es fácil. Bueno, ni a dos, ni a uno… pero a
cada elemento que sumamos se complica la ecuación. Matemática pura. Hace unos
días, no muchos, no os vayáis a pensar, caí en la cuenta de que tengo menos
brazos que hijos; y eso así, tan de Perogrullo, me hizo dar un brinco. No me
llegan los brazos. Ni los ojos. Ni las orejas. Ni las manos. Menos mal que el
corazón no sabe matemáticas, porque es el único que se me amolda y se me
multiplica y se me crece; es el único que, cuando los brazos no llegan, se me
sale del pecho para darle caricias al que le toque.
Pero criar a tres es la monda. Es divertido. Es loco. Es
desordenado. Es despeinado. Es improvisado. Aunque tras cada diversión, locura,
desorden, despeine o improvisación, esta perpetua controladora que soy se lo
mire y lo remire todo, lo analice vuelta y vuelta y otra vuelta más para
intentar hacerlo mejor. Porque criar (a
tres, a cuatro, a uno… ¿qué más da?) te da la vuelta de adentro hacia afuera
como un calcetín, deja a la vista todo lo que te gusta y lo que no te gusta de ti
misma para que tus hijos e hijas lo vean y, lo peor de todo, lo señalen. Y yo
sé que dentro de mi calcetín conviven una madre amorosa, paciente y divertida
con un monstruo de 7 cabezas que a veces se lo come todo, incluído el calcetín…
Criar es un maravilloso ejercicio de humildad. Si te dejas
tocar por esas pequeñísimas manos y sus enormes corazones, y te dejas enseñar,
y te quedas a mirar al monstruo hasta entenderlo y perdonarlo… Yo espero que un
día se vaya, que un día recoja sus bártulos y sus pelusas de dentro de mi
calcetín y no vuelva; pero mientras tanto, intento domesticarlo.
Decía que ando yo con ganas de desnudarme… y me he sacado
hasta los calcetines.