“Las niñas ya no quieren ser princesas
y a los niños les da por perseguir
el mar dentro de un vaso de ginebra;
pongamos que hablo de Madrid”
J. Sabina
Podríamos hablar también de La Habana, de Nueva York, de Buenos Aires o de La Coruña. Los jóvenes han perdido sus valores, sentenciamos tanto los profesionales como la portera, sin saber muy bien a qué hacemos referencia con dicha expresión, ni tampoco si será cierta. A la vez, sin definir exactamente qué entendemos por valores, aducimos que el problema fundamental es la falta de límites, que hemos creado una generación que ha obtenido todo lo que ha querido sin conocer ni una sola frustración, sin haber aprendido lo que es el respeto y sin haber recibido un “no” a tiempo.
Discrepamos profundamente. Frente a todo lo que los maestros, pedagogos, pediatras y vecindario en general creen y promulgan, opinamos que la actual generación de jóvenes es quizás la más frustrada de la historia, emocionalmente hablando. Estos adolescentes de los que hablamos han recibido muchos juguetes por Reyes y comuniones, han ido a más clases particulares, de refuerzo y extraescolares que ninguna de las precedentes, han comido bollos, golosinas, pizzas y hamburguesas jamás soñadas por sus padres y mucho menos por sus abuelos. Pero han sido víctimas de una metodología absolutamente conductista que ha olvidado los efectos a largo plazo en aras de los resultados inmediatamente mensurables. Son aquellos a los que “hemos enseñado” a tolerar la frustración, son los que lloraron incansables porque les dejábamos en la guardería, son los que “aprendieron” a compartir porque los adultos lo decían, aunque no lo hacían, son los que tuvieron voz en las reuniones familiares, pero carecieron de voto, son los que tuvieron música y libros y juguetes educativos pero nadie que jugara con ellos, son los de la “tele”, la “play” y el “móvil”, trastos que aprendieron a usar por sí mismos y que nadie se preocupó en compartir o enseñar o explicar, son los de las “asignaturas transversales” que todos, hasta los profesores, consideran “marías”; en fin, son los que recibieron, al nacer, un maravilloso libro de instrucciones sobre cómo comportarse, pero los que menos han visto a sus padres y a sus abuelos, los que menos han jugado a la pelota en la calle, los que no han dormido con la abuela, ni con los hermanos, los que tuvieron lactancia pautada cada tres horas para que no se “malcriaran”, los que comieron verduras cada jueves porque tocaba (aunque mamá comiese macarrones porque el brócoli no le gusta), los que se durmieron llorando sin consuelo porque nacieron tomándonos el pelo, los que fueron a la escuela a edad más temprana, y a la guardería para socializarse. Eso es lo que ocurre, que nuestros hijos están mal criados, no malcriados.